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Es fácil imaginar quien no tiene más remedio que representarse y tomar a cargo la (in)existencia del valor como juicio relativo o imposible de concebir, bajo las formas intercambiables de la mera opinión o la sentencia. Siempre que se equipara a lo dado, el único sujeto posible de la estima de los valores es un espectador que se desentiende de la creación, un receptor que se consuela con las respuestas sin saber ni crear las preguntas fundacionales. No participar en la tarea de la génesis del sentido, acarrea la consecuencia de no entender por qué tiene valor lo que vale por sí mismo, porque se contempla desde una posición meramente exterior, poco comprometida, ajena a lo sucedido. La falta de experiencia creativa imposibilita apreciar la importancia y el interés desde el interior de la propia obra. El acto de valor quedará para siempre en manos de otros y, en consecuencia, entrará en el mercado de los valores, que fijarán un precio que todos podrán reconocer, un equivalente abstracto, para aquellos que no tienen ningún interés real.